Somos periodistas feministas

¿SE ACABÓ?

Por Marta López Buesa

Han pasado un par de semanas desde que España ganó el Mundial de Fútbol femenino. Un hito histórico para el deporte en nuestro país que se ha visto tristemente empañado por el vergonzoso comportamiento de Luis Rubiales, con el ya sabido tocamiento de genitales en el palco y el beso no consentido a Jennifer Hermoso. Las futbolistas se han plantado y han dicho: “Se acabó”. Y, con ellas, muchas mujeres deportistas y también periodistas deportivas han roto su silencio, a veces de décadas, para contar episodios de abuso, acoso, menosprecio o comentarios machistas, entre otros.

Me impactó especialmente el artículo que escribió Gemma Herrero en Jot Down Sport, en el que explicaba con una claridad meridiana por qué la prensa ha permitido y normalizado durante tantos años comportamientos como los de Rubiales: las redacciones deportivas estaban llenas de tipos como él. Y lo hace poniendo ejemplos que te ponen los pelos de punta.

No son una excepción. Cuando se rompe el silencio, resulta que no eran unas pocas. Empecé a leer a todas las compañeras que se han atrevido a contar sus propias experiencias y se me encogió el estómago. Por todas y cada una de ellas… y por mí. Sus testimonios me han animado a decir en voz alta lo que he callado durante 23 años.

Tenía yo 20 tiernos años cuando hice las prácticas en El Mundo en Barcelona, en la sección de Cultura. Éramos tres chicas y nos sentábamos junto a los compañeros de Deportes. Tenían una tele en la que veían los partidos y, por aquel entonces, a mí me gustaba el fútbol. El Real Zaragoza estaba en Primera y, cuando jugaba contra el Barça o el Espanyol, yo estaba pendiente de la pantalla y comentábamos las jugadas. Así que entablé con ellos una relación bastante cordial.

Uno de ellos era especialmente amable conmigo. Tenía unos 35 años. Y, a medida que pasaban las semanas, se tomaba más confianzas. Que si qué guapa vienes hoy, que si como se nota que es sábado porque fíjate qué minifalda llevas… Yo entonces tenía novio y, cuando venía a verme el fin de semana, subía el tono.

– Cómo vienes, cómo se nota que luego te vas con él, seguro que lo tienes muy contento.

Ni siquiera me parecía inapropiado. Era ‘lo normal’, lo que todas habíamos escuchado alguna vez.

Pasaron seis meses y las prácticas terminaban. Así que organizamos una cena de despedida. Las tres becarias y las personas de redacción con las que habíamos tenido más trato. Entre ellos, los de Deportes. Después de cenar, fuimos todos a una discoteca. Bebimos, bailamos y lo pasamos bien. Era un local muy grande y yo no había estado nunca.

– Tiene otra planta, ven que te la enseño-, me dijo.

Resultó ser una especie de zona chill out, con sillones y música suave. No me lo esperaba, la verdad. Fue entonces cuando me susurró al oído:

– Me encantan tus tetas. Me encanta tu culo…

Sus manos ya empezaban a deslizarse por mi cuerpo. Me quedé en shock. Le recordé que tenía novio y le dije que no quería nada con él. Y empecé a deshacerme en disculpas como si yo hubiera hecho algo terrible y él no hubiera tenido más remedio que meterme mano.

– Perdona si te he dado una idea equivocada, de verdad que lo siento – le dije avergonzada.

Así de instalado tenía en mi disco duro que si habíamos llegado hasta allí era porque yo había dado pie a ello. Así es como nos habían educado. Nosotras somos las que provocamos.

Volvimos donde estaba el resto del grupo y pasé el resto de la noche evitándole. Se acercó en varias ocasiones y seguí diciéndole que no. No sé cuántas veces, la verdad.

Me quería ir a casa. Le dije adiós a aquellos a quienes seguramente no iba a volver a ver. Solo una de las becarias iba a seguir, al menos un mes más, y no era yo. Salimos de la discoteca unos cuantos, incluido él. Me di cuenta de que me faltaba despedirme de alguien y volví a entrar un minuto, no sin antes decirle a algún compañero que me esperara, que no me quería quedar a solas con él. Pero cuando salí, allí no quedaba ni el tato. Sólo él.

Se ofreció a acompañarme a casa. Le dije que no, que me cogía un taxi. Insistió en esperar a que cogiera uno. Contesté que no hacía falta. Pero ahí seguía, inagotable. Yo me sentía extremadamente incómoda, pero no le grité, no le mandé a la mierda, no le dije: “¡Ya está bien!”. Dije simple y llanamente NO.

Cuando por fin conseguí un taxi, creí que aquel desagradable episodio terminaba allí. Pero nada más montarme, antes de que acertara a cerrar la puerta, se subió detrás de mí. Yo no daba crédito. Se pasó todo el camino insistiendo una y otra vez en subir a mi casa.

– No seas tonta, nadie se va a enterar. Te lo vas a pasar muy bien. Seguro que tu novio no te hace lo que te voy a hacer yo.

Yo miraba al taxista a través del retrovisor, suplicando con los ojos una ayuda que no llegaba. Mi casa estaba cada vez más cerca. Cuando llegamos, le dijo al taxista que se fuera. Y una vez más, yo dije “no”.

– No quiero que subas. Por favor, vete.

El taxi se quedó esperando y él todavía hizo varios intentos ante el portal. En mi interior se cruzaban pensamientos a toda velocidad: ¿Cuántas veces más tendré que decir que no? ¿Se va a ir en algún momento? ¿Y si el taxista se cansa de esperar? Mientras por su cabeza seguramente pasaba la idea de que en realidad “no” significa “sí” y que igual si insistía lo suficiente dejaba de hacerme la estrecha, yo pasé miedo.

Por fin, se fue.

No se lo conté a nadie. Me sentía avergonzada. ¡Yo! Como si hubiera hecho algo mal. Hasta que un par de días después, la becaría que sí continuaba en la redacción, me abordó en los pasillos de la Universidad:

– ¿Qué pasó el día de la cena con Lluis?- me preguntó con tono cómplice, dando por hecho que había algo que contar.

– No paso nada, ¿por? – contesté avergonzada una vez más.

– Pues le ha dicho a todo el mundo que os habéis acostado.

No puedo explicar la rabia, el dolor y el asco que sentí. Pero sentí algo más. Sentí culpa. Yo me sentía culpable, no él. Él, que estaba casado y tenía un bebé de dos meses, fue el lunes a trabajar presumiendo de que se había follado a la becaria. Supongo que se echarían unas risotadas. Es posible que se inventara cómo fue o que incluso diera algún detalle de lo que nunca sucedió.

Lloré. Lloré pensando en el qué dirán, en mi reputación y en todo eso que hace 23 años me importaba muchísimo. Porque nosotras no podíamos hacer eso. Ellos sí. Incluso aunque su mujer esté esperando en casa dando de mamar a su bebé. Son tíos. No pasa nada.

Nunca pude volver allí a decirles a todos que ese tío era un baboso impresentable y un acosador de mierda. Seguramente tampoco me habría atrevido a hacerlo. Porque, total, no es para tanto. Son cosas que pasan.

Pero SE ACABÓ.

Eso es lo que tenemos que sacar del episodio de Rubiales.

Han pasado más de dos décadas. Yo ya no soy esa becaria. Hoy no sería amable ni me disculparía. No me sentiría culpable. Porque NO ES MI CULPA.

Pero me pregunto cuántas hubo antes. Cuántas más vinieron detrás. Cuántas sufrieron el acoso, los comentarios. Cuántas callaron. Cuántas callan. Cuántas hacen como que no pasa nada y tiran ‘palante’. Cuántas más han aguantado la bilis 20 años. Qué más hace falta para que esto deje de pasar hoy. Cuánto tiene que cambiar el mundo para que no le suceda a mi hija dentro de unos años.

¿Se acabó?

En ello estamos. Que nadie nos calle nunca más.

#SeAcabó

comentar